15/11/09

De paseo por mi ciudad

Patio del Santuario de Nuestra Señora de la Cinta

A la vuelta de mi visita ordinaria al hospital, rechacé el autobús, decidí hacerlo caminando hasta llegar a mi casa. Hospital y mi casa, están a ambos lados opuestos del perímetro urbano, vamos, que cada uno esta de punta a punta de la metrópolis. Lo hice con la intención de observar las calles, la gente, el trajín frenético, o no, de la vida urbana. Haciendo acopio mental, de todas esas imágenes que como flashes, penetraban en mi cerebro, quería mirar las tantas veces vistas, las mismas escenas cotidianas de la urbe donde habito. Verlo todo, con ojos nuevos, como vemos un lugar de donde somos forasteros. Así, vi, unas perspectivas ¿nuevas?
Dos mujeres que encienden un cigarrillo, delante de mi, tirando el vacío paquete de tabaco al suelo, teniendo mas allá, una papelera, e incluso unos contenedores de basura en la esquina cercana a ellas. La mas morena, racialmente, se mete la mano por encima de la camisa, y se guarda algo en el sujetador que lo mismo pudiera ser, un mechero que un rollo de billetes.
Doblo la esquina antes de llegar al hotel, y veo, como dos mujeres de edad que para mi, sobre pasan la treintena se besan en la boca, pero lo hacen sin llegar a la obscenidad, me ven que las he visto, y yo trato de darle a entender, sin ningún gesto por mi parte, que a mi eso no me sorprende. El semáforo por donde voy a pasar, esta colonizado, como todos, por un hombre joven de color, hace unos años eran rumanos, que atosigan a los automovilistas, queriendo venderles pañuelos de papel recurriendo a la lastima.
El día es estupendo por las aceras donde pega el Sol, el calor te pica y por donde la sombra domina la calle, hace frío, es aquí donde está la amplia puerta del Mercadona del distrito, en la sombra, en el frío, y unos gitanos venden ropa en la misma puerta del establecimiento comercial, vociferando su mercancía.
Cruzo la avenida por el otro semáforo, el mas alejado, y tras pasar la esquina, un hombre de mi edad mas o menos, vacía el cenicero de su coche tuneado, sobre el bordillo de la acera, me mira que le estoy mirando, y leo en sus ojos que le importa una mierda lo que yo piense.
En el pequeño parque infantil de madera, de diseño pos moderno, puedo leer grafitis casi ilegibles, hechos con exprais comprados, bien, en cualquier tienda de manualidades, tanto como en una de pinturas en general, es obvio que ha sido pintado por algún joven, son modas de gente joven. Estos no pueden beber alcohol, no pueden fumar, por ser menores de edad, pero ese niño, o niña, si puede abortar y ensuciar las paredes de los edificios, o incluso los monumentos locales, con el exprais adquirido y sin necesidad de identificarse.
Están montando sobre la rambla unas carpas para la feria de no se que. Debo dar un rodeo para no despellejarme los tobillos, con los hierros esparcidos sobre el acerado terraplén. Ya estoy en el Barrio Reina Victoria, un vomito delata que alguien bebió mas de la cuenta durante esta madrugada. Mas adelante, donde la curva se hace mas pronunciada y cuesta arriba, una vez mas, se ve la señal de otro aparatoso accidente, y este debe ser serio al juzgar por las señales del frenado, los cristales en añicos y la farola que no está y el naranjo yace en el suelo. Frente a mi, el escaparate de la librería de mi barrio, veo el cartel de un anuncio de la presentación de un libro en la Casa de la Cultura, con el motivo de un premio literario: “Rafael R. Costa novela. El niño que quiso llamarse Paúl Newman.” Ya está a la venta, entro y lo compro.

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